Crónica de Atenas

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primera jornada: Enamoramiento.

Llueve débilmente en el gris aeropuerto de Venizelos. No es el día radiante que uno espera encontrar en este sur mediterráneo, griego y marinero. Parece una premonición. El trayecto hasta el centro de Atenas, en autobús, dura una hora y cuarto. Paso junto a un Ikea y otro Leroy Merlin, ambos muy cerca del aeropuerto, en medio de los olivares casi interminables del Ática. Los olivares tienen algo de digno en el paisaje: humanizan lo abrupto y amenazador de las empinadas laderas.Irudia13871

El atasco de tráfico en la avenida Vassilisis Sofias retrasa un poco más la llegada al alojamiento. Llego andando al apartamento en una calle justo entre los barrios de Kolonaki y Exarquía. El apartamento es grande y sencillo. Hay un equipo de música y pongo una emisora local de canciones populares helenas. Me resultan un tanto empalagosas, aunque no me molestan y las dejo sonar. La lengua griega suena diáfana y familiar, sensación inicial que se irá confirmando durante el viaje. Sobre una estantería del comedor, encuentro guías y mapas de Atenas, pero solamente en alemán. Es irónico. Me advierten de que en los kioskos de Atenas se encuentra prensa francesa, española, italiana, británica... pero no alemana. Aunque la advertencia parece fruto de una leyenda urbana, maliciosa y llena de socarronería, no recuerdo haber visto el Frankfurter Allgemeine Zeitung en Atenas. El humor negro de los griegos con los que me encuentre durante el viaje se expresa desde el primer momento.

Después de dejar el equipaje en la habitación, voy a comer: tirapita rellena de carne y queso por el camino que me lleva al mercado central de la ciudad, en la calle Athinas. Dentro, en una taberna, sigo con el primero de los deliciosos ágapes a base de yogur, hortalizas, quesos, aceite de oliva, carne de ternera y vino que disfrutaré en los próximos días. A muy buen precio. Con el estómago repuesto salgo de nuevo a la calle. Hacia Monastiraki y con un café frappé en la mano, tropiezo con la iglesia de Agia Kiriaki (Santa Ciríaca), una ermita asfixiada entre modernos edificios. En el pórtico, la imagen de María comparte mi atención con un grafitti de un despertador dibujado debajo que dice: “papiers pour toutes, dès la première seconde”. Será esta la única hierofanía de la crisis de los refugiados en la iglesia ortodoxa griega de la que haya sido testigo. La iglesia griega transmite silencio, sus templos son sobrecogedores e invitan al recogimiento y la contemplación. Se encuentra detenida en el tiempo, en medio de sus iconos bizantinos, el incienso y sus velas de cera de abeja. Como si el kairós actual del asilo y del refugio no haya pasado por ella. Detrás de su silencio, siento también su ausencia en el asunto que me ha traído a Atenas.

Casi sin darme cuenta y distraído en estos pensamientos, llego a los pies de la Acrópolis. Visito antes el peñasco del Areópago. Imagino el tránsito que la soberanía de los viejos reyes hizo por el consejo de ancianos nobles, por los arcontes, por los tiranos, hasta llegar a la democracia de los ciudadanos, reunidos los atenienses durante nueve siglos en la roca. Arrebatado por una especie de superstición digamos que política, recojo del suelo un minúsculo fragmento del mármol del que está formado el Areópago, lo guardo en el bolsillo como si fuera reliquia misma de Solón y continúo el camino ascendente a la Acrópolis.

La Acrópolis es paradigmática, la metáfora sobre Atenas: ruina; luminosa e inapelable, pero ruina. Unos paneles informan de las tareas de restauración del Partenón: se han recuperado e identificado unas cuatrocientas piezas de entre los escombros desperdigados por la Acrópolis y se han vuelto a unir a las columnas y dinteles del edificio. Un trabajo encomiable. Aunque apenas perceptible. No es más que una ínfima parte, casi microscópica, de la tarea pendiente. Y lo más paradigmático e importante, resulta que su reconstrucción es, de facto, imposible. Un disparate, un desatino. No hay salida (éxodos) al laberinto.

Regreso lentamente a casa a descansar; atravieso la plaza Syntagma, frente al Parlamento grupos de gente se concentran. Hay megáfonos, pancartas, octavillas. También policías antidisturbios. Me entero de que a partir de mañana se convoca una huelga general del transporte público de tres días de duración. Sin servicios mínimos. En contra del fin del sistema de pensiones decretado por el gobierno. El día siguiente comienza mi trabajo en Grecia, sin embargo.

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